Cuando salen, siguen aislados en sus pantallas, por gusto propio separados del mundo exterior al cual hoy tanto extrañan.
No hay encuentro en el que no despeguen los ojos de sus luminosos marcos. Si la compañía del momento se ausenta al baño, inmediatamente, con clandestino afán revisan sus notificaciones, "No ha llegado nada", el desespero arriba, cualquier oportunidad se aprovecha para conectarse, incluso se ignora por un momento a quien "comparte" de viva forma porque las redes no tan espera, "Perdona, no te escuché, tenía que revisar una cosa".
¿Por qué lloran la ausencia de la calle, si nunca salen de su caverna portátil?
¿Por qué lloran la ausencia de sus oficinas si lo primero que hacen al encender su estación de trabajo es escanear el código de barras de su "libertad"?
Les falta el salón de clase pero se lamentan cuando se les solicita atención real, atención verdadera.
¿Cuál es la diferencia ahora? Por unos cuantos días en casa enloquecen. Tienen todo el tiempo para desplegar sus vuelos virtuales pero ahora se sienten presos.
Siempre lo han sido, por propia elección, presos de la rutina informática, presos de la capacidad de almacenamiento de sus cerebros mecánicos.
Hoy tienen la oportunidad de ser libres en sus hogares, de valorar lo que realmente poseen, de disfrutar de sus compañeros de vivienda o de la persona más importante para un ser humano, su propio ser.
Eso los desespera, su propio ser, porque lo han perdido, porque no se pertenecen pues se han vuelto bits momentáneos carentes de naturaleza introspectiva.
Y es que, ¿cómo alardear con su propio ser?