miércoles, 15 de julio de 2015

La tolerancia huele a susto

Esa virtud que todos decimos poseer, la tolerancia, no es más que un olor a susto.
La tolerancia huele a cenizas de cigarro mezcladas con cemento y polvo de ladrillo, huele a una pipa improvisada caliente por un negro fuego.
Nuestra tolerancia no es más que un aroma de pegante que transita ese aire que es de todos pero que no queremos compartir. Es mugre que contamina nuestra mirada y nos obliga a torcer los músculos faciales, es un hedor a orines impregnados en un cuerpo que ha olvidado la caricia del agua, es un tufo de mierda que nos recuerda lo que tenemos por dentro y odiamos admitir.
La tolerancia a nuestro prójimo solo alcanza hermosuras faciales y es indiferente con los rostros historiados por lunas oscuras, tostados por veladas de asfalto y embadurnados por las sobras de nuestros platos.
Nuestra tolerancia es un acto digital, un amor binario manifestado en muros de pixeles, un amor que se pierde cuando dejamos el escritorio o el celular va a la cartera.
Tolerancia es distancia, es “no te me acerques”, tolerancia torcida por calles donde la bondad no asoma, es “no te le acerques”, es labios cortados por picos de botellas, son escamas de inmundicia en mejillas olvidadas por los besos.
La tolerancia huele a susto, a miedo a esa sangre par a la nuestra que viaja en venas castigadas por agujas. Es el susto de un cuerpo retorcido que refleja el abismo al que todos pueden ir. Nuestra tolerancia señala ese hueco y lo aparta sin tocarlo con una mano mientras con la otra nos tapa la nariz.
La tolerancia que vivimos suena a “baje a esa cosa o devuélvanos la plata del pasaje”, suena al motor de una buseta repleta de humanos que no se conocen y no desean hacerlo. Humanos que no se importan pero que llegan a común acuerdo cuando de apartarse de un gamín se trata.