Esa virtud que todos decimos poseer, la tolerancia, no es más que un olor a susto.
La tolerancia huele a cenizas de cigarro mezcladas con
cemento y polvo de ladrillo, huele a una pipa improvisada caliente por un negro
fuego.
Nuestra tolerancia no es más que un aroma de pegante que
transita ese aire que es de todos pero que no queremos compartir. Es mugre que
contamina nuestra mirada y nos obliga a torcer los músculos faciales, es un
hedor a orines impregnados en un cuerpo que ha olvidado la caricia del agua, es
un tufo de mierda que nos recuerda lo que tenemos por dentro y odiamos admitir.
La tolerancia a nuestro prójimo solo alcanza hermosuras
faciales y es indiferente con los rostros historiados por lunas oscuras,
tostados por veladas de asfalto y embadurnados por las sobras de nuestros
platos.
Nuestra tolerancia es un acto digital, un amor binario
manifestado en muros de pixeles, un amor que se pierde cuando dejamos el
escritorio o el celular va a la cartera.
Tolerancia es distancia, es “no te me acerques”, tolerancia
torcida por calles donde la bondad no asoma, es “no te le acerques”, es labios
cortados por picos de botellas, son escamas de inmundicia en mejillas olvidadas
por los besos.
La tolerancia huele a susto, a miedo a esa sangre par a la
nuestra que viaja en venas castigadas por agujas. Es el susto de un cuerpo
retorcido que refleja el abismo al que todos pueden ir. Nuestra tolerancia
señala ese hueco y lo aparta sin tocarlo con una mano mientras con la otra nos
tapa la nariz.
La tolerancia que vivimos suena a “baje a esa cosa o
devuélvanos la plata del pasaje”, suena al motor de una buseta repleta de
humanos que no se conocen y no desean hacerlo. Humanos que no se importan pero
que llegan a común acuerdo cuando de apartarse de un gamín se trata.