jueves, 23 de julio de 2015

Jornada de un habitante de la modernidad

Se despierta cuando no siente la caricia lumínica de la pantalla del celular.
Conecta el aparato con la esperanza de que este pronto resucite.
Entra al baño y se mira al espejo buscando el ángulo adecuado para la primer selfie del día.
Desayuna sabiendo que lo que traga con su boca no alimenta tanto como el adminículo que sigue cargando al otro extremo del lugar que habita.
El desayuno se ha terminado y no tuvo oportunidad de compartirlo con sus seguidores.
Piensa que debe tomar medidas y mantener siempre a mano una batería portátil.
Dedica una buena cantidad de minutos a comprobar, nuevamente frente al espejo, que sus accesorios naturales o postizos siguen siendo parte de una tendencia.
Analiza el alcance de la estética que durante ese momento acoge y considera darle un vuelco para reafirmar su identidad, para consolidad su originalidad como ser viviente y autónomo.
Es requerido dar un vistazo a la madre web en busca de nuevas formas de aparecer ante el mundo.
Por fin su teléfono ha recobrado vida, es momento de  comenzar el día.
Con diminutivos acompaña las imágenes que le recuerdan a sus pares que pueden estar tranquilos, ha vuelto a la social media.
Repite mentalmente el credo que asevera lo vital que es para el planeta que sepan cada uno de sus movimientos, cada detalle de sus jornadas.
El estado de felicidad se debe manifestar con gestos y poses y a su vez se captura y edita por medio de Instagram.
Por su puesto, su identidad sexual; sus gustos a carnes del mismo género físico o mental, a cuerpos con mentes de otras personas o a mentes atrapadas en otros cuerpos, a entes diferentes, hétero, homo, lesbo, hermafro, zoo, travesto; debe quedar manifiesta en la mañana, en la tarde y en la noche.
No puede llamarse amor lo que siente hacia su pareja si no se expone de manera escandalosa, si no se destapa en Facebook o en Twitter.
Abre la aplicación, apunta con la cámara al plato servido en la mesa, atrapa en el sensor esa belleza efímera que más tarde caerá por su recto hasta las cañerías que hieden a humano.
Aplica un filtro y la belleza aumenta. Comparte y el planeta entero brilla y agradece su aporte.
Alerta, la batería se agota. Urge como nada la compra de un cargador portátil.
Corre a su lugar de labor y con ansioso sudor trata de acaparar el tomacorriente. Qué trabajo le cuesta separarse de su aparato. El cable debería ser mucho más extenso.
Transcurre la tarde y le muestra al mundo lo feliz que es dentro de una oficina llena de gente que no aprecia sus virtudes.
Aparenta orgullo de ser un peón.
Cuando cree notar una maravilla natural diferente a su propia persona piensa que es noble apuntarla en sus entradas y reproducirla en sus muros digitales.
La noche lleva a una larga fila por un helado, un postre, o una comidita con unos amiguitos.
El retorno a casa se transcribe con minucia, sus seguidores no pueden aguardar el lapso de un post a otro.
Dentro de sus cobijas acaricia el “device” que tanto placer le brinda, siente en su boca la húmeda claridad de la pantalla.
Con Snapchat logra el polvo de su vida con un ser extraño al otro lado del videochat.
Esta vez no olvidará mantener conectado el celular mientras arrulla su velada.
La soledad no es parte de su jerga, ese pequeño dispositivo le permitirá dormir junto a sus contactos, sentir por ondas de radio las pulsaciones de sus pechos y el olor de sus cabellos.
Poco a poco olvida el significado de las letras y cada vez más adopta el moderno lenguaje del emoticón.
Su día se fue en fotos y memes, en chats con monosílabos y en angustia por electricidad o una batería portátil.