Se despierta cuando no siente la caricia lumínica de la
pantalla del celular.
Conecta el aparato con la esperanza de que este pronto
resucite.
Entra al baño y se mira al espejo buscando el ángulo
adecuado para la primer selfie del
día.
Desayuna sabiendo que lo que traga con su boca no alimenta
tanto como el adminículo que sigue cargando al otro extremo del lugar que
habita.
El desayuno se ha terminado y no tuvo oportunidad de
compartirlo con sus seguidores.
Piensa que debe tomar medidas y mantener siempre a mano una
batería portátil.
Dedica una buena cantidad de minutos a comprobar, nuevamente
frente al espejo, que sus accesorios naturales o postizos siguen siendo parte
de una tendencia.
Analiza el alcance de la estética que durante ese momento
acoge y considera darle un vuelco para reafirmar su identidad, para consolidad
su originalidad como ser viviente y autónomo.
Es requerido dar un vistazo a la madre web en busca de
nuevas formas de aparecer ante el mundo.
Por fin su teléfono ha recobrado vida, es momento de comenzar el día.
Con diminutivos acompaña las imágenes que le recuerdan a sus
pares que pueden estar tranquilos, ha vuelto a la social media.
Repite mentalmente el credo que asevera lo vital que es para
el planeta que sepan cada uno de sus movimientos, cada detalle de sus jornadas.
El estado de felicidad se debe manifestar con gestos y poses
y a su vez se captura y edita por medio de Instagram.
Por su puesto, su identidad sexual; sus gustos a carnes del
mismo género físico o mental, a cuerpos con mentes de otras personas o a mentes
atrapadas en otros cuerpos, a entes diferentes, hétero, homo, lesbo, hermafro,
zoo, travesto; debe quedar manifiesta en la mañana, en la tarde y en la noche.
No puede llamarse amor lo que siente hacia su pareja si no
se expone de manera escandalosa, si no se destapa en Facebook o en Twitter.
Abre la aplicación, apunta con la cámara al plato servido en
la mesa, atrapa en el sensor esa belleza efímera que más tarde caerá por su
recto hasta las cañerías que hieden a humano.
Aplica un filtro y la belleza aumenta. Comparte y el planeta
entero brilla y agradece su aporte.
Alerta, la batería se agota. Urge como nada la compra de un
cargador portátil.
Corre a su lugar de labor y con ansioso sudor trata de
acaparar el tomacorriente. Qué trabajo le cuesta separarse de su aparato. El
cable debería ser mucho más extenso.
Transcurre la tarde y le muestra al mundo lo feliz que es
dentro de una oficina llena de gente que no aprecia sus virtudes.
Aparenta orgullo de ser un peón.
Cuando cree notar una maravilla natural diferente a su
propia persona piensa que es noble apuntarla en sus entradas y reproducirla en
sus muros digitales.
La noche lleva a una larga fila por un helado, un postre, o
una comidita con unos amiguitos.
El retorno a casa se transcribe con minucia, sus seguidores
no pueden aguardar el lapso de un post a otro.
Dentro de sus cobijas acaricia el “device” que tanto placer
le brinda, siente en su boca la húmeda claridad de la pantalla.
Con Snapchat logra el polvo de su vida con un ser extraño al
otro lado del videochat.
Esta vez no olvidará mantener conectado el celular mientras
arrulla su velada.
La soledad no es parte de su jerga, ese pequeño dispositivo
le permitirá dormir junto a sus contactos, sentir por ondas de radio las pulsaciones
de sus pechos y el olor de sus cabellos.
Poco a poco olvida el significado de las letras y cada vez
más adopta el moderno lenguaje del emoticón.
Su día se fue en fotos y memes, en chats con monosílabos y
en angustia por electricidad o una batería portátil.